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Las librerías que se merece Roberto Bolaño (2ª parte y última)


En las librerías de un condenado a muerte

«Después vino el golpe y tras éste me dediqué a recorrer las librerías de Santiago como una forma barata de conjurar el aburrimiento y la locura. A diferencia de las librerías mexicanas, las de Santiago carecían de empleados y eran atendidas por una sola persona, casi siempre el dueño. (…) De mis visitas a esas librerías recuerdo, sobre todo los ojos de los libreros, ojos que a veces parecían los de un ahorcado y a veces estaban velados por una tela como de legañas y que ahora sé que era otra cosa. No recuerdo, además, haber visto nunca librerías más solitarias. Allí no robé ningún libro». La corta visita a un Chile que lo rechazaría con el manotazo de una larga dictadura, no es una redención a su carrera como salteador de estanterías; más bien, Chile le hará tomar conciencia del horror en un estado puro. Y cuando está seguro que ha de temer por su vida, dedica su literatura a superar el sentimiento de vergüenza provocado por la ausencia de compasión. Se transforma en el antagonista del héroe de La caída, la novela robada en una librería transparente y requisada en otra hundida como una mazmorra.

Las palabras del librero chileno en su artículo-relato ¿Quién es el valiente? resumen la tarea a la que se encomienda como escritor:

«¿Qué libro le regalaría usted a un condenado a muerte?, me preguntó. No sé, dije. Yo tampoco lo sé, dijo el librero, y me parece terrible. ¿Qué libros leen los desesperados? ¿Que libros les gustan? ¿Cómo se imagina usted la sala de lecturas de un condenado a muerte?, dijo. No tengo ni idea, dije. es normal, es usted muy joven, dijo. Y después: es como la Antártida. Pensé en el final de Arturo Gordon Pym, pero preferí no decir nada. A ver, dijo el librero, ¿quién es el valiente capaz de poner sobre el regazo de un condenado a muerte esta novela? Levantó un libro que había gozado de cierta fama y luego lo arrojó sobre una espuerta. Le pagué y me fui. Al darle la espalda, el librero no se si se rió o se puso a llorar. Cuando gané la calle lo oí decir: ¿Quién es el gallito capaz de semejante hazaña? Y luego dijo algo más, pero no entendí sus palabras.»

Esa Antártida de fuego para los condenados a muerte no es una librería corriente. Para los penados no existen las librerías ni son necesarios los libros, sólo restan las lecturas.

Las librerías imaginadas

Ni se les ocurra realizar una ruta mexicana de librerías atracadas por poetas realvisceralistas, pues están condenados a sumergirse en el líquido viscoso de la ficción. Como se trata de un recurso en el que se entrelazan el azar y la intención narrativa, les propongo un juego novelesco: comprueben las coordenadas aproximadas de esas librerías regentadas por la mafia de libreros mexicanos y obtendrán unos curiosos resultados. Por ejemplo, la Librería Mexicana de la calle Aranda podría estar suplantada por la Pulquería Las Duelistas; la Librería  Pacífico en realidad sería una cantina especializada en un magnífico tequila derecho acompañado de un platito de gusanos de maguey con limón y sal o, en un reverso imposible, la primera ubicación de la real Librería Bonilla, fundada en 1947 por el español Manuel Bonilla y especializada en la importación de libro técnico (rizando el rizo: en 1951 esta librería se trasladó al número 24 de la calle Donceles, entre las calles Allende y República de Chile). Por supuesto tampoco existen la librería de viejo Horacio, ni la Librería Orozco, ni la Librería Milton, ni la Librería El mundo y, menos aún, la Librería Batalla del Ebro. El hecho que hasta el año 2004 no se inaugurara una librería española en Tel Aviv, la librería Leyendas, nos confirma la ficción de la Librería Cervantes de esa ciudad. Incluso la Librería de Cristal y El Sótano en esas páginas de Los detectives salvajes adquieren esos tonos épicos de exilio y desastre antes de transformarse en cadenas de librerías. Los robos de libros continúan en 2666, pero las librerías alemanas y norteamericanas son anónimas. Sólo pueden evocar esa ruta libresca con los libros que cita Bolaño. Pues, al contrario de lo que piensan algunos, las librerías no son ventas, son libros.

En su patria.

Cuando Bolaño se establece definitivamente en Cataluña, encuentra una conmutación de su pena de muerte por la cadena perpetua de un paisaje propio-Blanes- y una patria -su familia-. Sus artículos y novelas combinarán el juego narrativo de aquellas librerías ficticias y los peligrosos paisajes de frontera con una valoración nostálgica y melancólica de algunas librerías reales y sus libreros, unos empleados que se identifican con los libros que venden. Un buen ejemplo es la desaparecida Marks & Co:

«…la librería Marks & Co, que se ocupaba de libros usados y que atendía a sus clientes en el 84 de Charing Cross Road, ya no existe. Pero sus buenos precios, su profundo buen hacer en materia libresca y la gentileza de sus empleados perviven en este libro como ejemplo para futuros libreros y librerías, dos especies en peligro de extinción«. Pese a sus palabras, es imposible que Bolaño visitara esa mítica librería londinense que cerró sus puertas a principios de los años setenta. Pero ya se sabe, el mito nutre la épica. Probablemente, Roberto Bolaño hubiera visitado la primera planta de las cuatro con las que contaba la librería, trasladada a su famoso emplazamiento en el año 1929. Hubiera formado parte de aquella selectiva clientela que era atendida personalmente por el fundador de la librería, Benjamin Marks. Hubiera rebuscado libros de ocultismo y masonería junto a Aleister Crowley, Charlie Chaplin o David Niven. Hay una página conmemorativa que homenajea a la librería protagonista de la novela epistolar de la relectora Helen Hanff  cuya visita merece la pena: Marks & Co.

Si la emotiva correspondencia entre un librero de Marks & Co  y una lectora judía de Nueva York se desarrolla en el fragor de la II Guerra Mundial, Bolaño identifica en 2666 otra Antártida olvidada; en este caso, por la memoria alemana: «Sin embargo había escogido Germania, triste de habitar y contemplar. ¿Por qué? No ciertamente porque fuera su patria, pues el señor Bubis, aunque se sentía alemán, abominaba de las patrias, una de las causas por las que, según él, habían muerto más de cincuenta millones de personas, sino porque en Alemania estaba su editorial o el concepto que él tenía de editorial, una editorial alemana, una editorial con sede en Hamburgo y cuyas redes, en forma de pedidos de libros, se extendían por las viejas librerías de toda Alemania, algunos de cuyos libreros él conocía personalmente y con quienes, cuando hacía una gira de negocios, tomaba té o café, sentados en un rincón de la librería, quejándose permanentemente de los malos tiempos, gimoteando por el desdén del público hacia los libros, doliéndose de los intermediarios y de los vendedores de papel, plañendo por el futuro de un país que no leía, en una palabra pasándoselo superbién…». 

Sin lugar a dudas, Roberto Bolaño encontró salas de lecturas de condenado a cadena perpetua en Laie o en La Central, dos moldes maestros de librería independiente especializada en humanidades -sin autoayuda-, dirigidas por dos maestros como Lluis Morral y Antonio Ramírez (antes de regentar La Central trabajó en La Hune y la propia Laie), y en las lecturas que representan a pesar de caminar hacia su encadenamiento. Pero Bolaño realmente experimentó su mística compasión literaria desde la patria limitada por sus hijos Lautaro y Alexandra y «tal vez, pero en segundo plano, [por] algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas o libros que están dentro de mí y que algún día olvidaré que es lo mejor que uno puede hacer con la patria». ¿Este zoom sentimental también enfocó aquellas pequeñas librerías que salpican, como estaciones de libros, la línea de ferrocarril que une Blanes y Barcelona? Un lugar seguro establecido en librerías como Ple de Llibres de El Masnou (Mercè Pujades nos ofrece un texto póstumo dedicado a la muerte del escritor en la revista Túria ) o la Sant Jordi de Blanes y su propietaria Pilar Pagespetit. «Yo también estoy razonablemente feliz con mi librera. Tengo crédito y generalmente me consigue los libros que le encargo. Más no se puede pedir»,  sentencia nuestro condenado a muerte.

Como afirma este escritor, «todos tenemos la librería que nos merecemos, salvo los que no tienen ninguna».

Yo tengo varias librerías. Y una de ellas es Roberto Bolaño y su obra. Sólo deseo ser merecedor de ella.

Por cierto, ¿cuál es la tuya?

Las librerías que se merece Roberto Bolaño (1ª Parte)


«Todos tenemos la librería que nos merecemos, salvo los que no tienen ninguna», sostiene Roberto Bolaño al inicio de La librera, su homenaje lumpen a la librería Sant Jordi de Blanes y a su propietaria Pilar Pagespetit. Una sentencia que suena como epitafio; quizá una esquela destinada a todas las librerías y libreros en peligro de extinción, a este humilde blog y a este ente tisanuro que intenta presentar sus respetos a uno de sus escritores más admirados. Como ya se han vertido ríos de tinta sobre la figura y la obra de Bolaño, sobre todo después de su prematura muerte, prefiero estancarme en esos tranquilos charcos o lagunas de celulosa y serrín, las librerías, que ejercieron un papel -valga la redundancia- en alguno de sus numerosos naufragios, sobrevividos a base de escritura. Concretamente intentaré subrayar la presencia de los comercios de libros en Llamadas telefónicas (comprada en Laie), Los detectives salvajes y 2666 (adquiridas con descuento de empleado en La Central) y Entre paréntesis (cuando pagué el libro en Taifa, José Batlló puso boquita de piñón), pero no leídos en ese orden.

Tuve el privilegio de obsevar a Roberto Bolaño actuando como cliente de La Central cuando ésta sólo era un muñón, no la mano de cinco dedos en la que se ha metamorfoseado. Debía acompañar al habitual Rodrigo Fresán en la que imagino un paseo de librerías con el objetivo de hacer crítica «jam» a pie de estantería. Con aire despistado, se concentraba en la sección de poesía -a una distancia prudencial del orden alfabético de sus propias obras- o platicaba sobre libros de filosofía en el piso de arriba con el director de la librería, Antonio Ramírez, un lector honesto y librero de condado, aspirante a librero de virreinato:

«…algunas  de las librerías que frecuentaba en Barcelona tenían un fondo comprado directamente a otras librerías de España, librerías que saldaban sus fondos o que quebraban o, las menos, que hacían la doble labor de librería y distribuidora. Probablemente este libro llegó a mis manos en Laie, pensó, o en La Central, adonde acudí a comprar un libro de filosofía y el dependiente o la dependienta, emocionada porque en la librería se hallaban Pere Gimferrer, Rodrigo Rey Rosa y Juan Villoro discutiendo sobre la conveniencia o no de volar, sobre los accidentes aéreos, sobre si es más peligroso despegar que aterrizar, introdujo, por error, este libro en mi bolso. La Central. probablemente.» 

Este retrato tan fiel y más que probable de Marta Ramoneda, me parece atinado pues era normal verla triscando ante la presencia de Roberto Calasso o Claudio Magris en la librería.

Pienso que Bolaño fue idolatrado como escritor en esas librerías acomodadas, sin acentos, después de su muerte. Si lo fue antes, agradezcamos el trabajo de Jorge Herralde en sus rondas diurnas para comprobar que todos sus libros descansan en sus celdas. Por mi parte, me tomé a Bolaño en un sentido novelesco (me consolé con la idea que su insuficiencia hepática estaba hermanada con el cáncer de páncreas de mi padre y que el escritor, en persona, me había levantado en más de una ocasión la barrera del cámping Estrella de Mar en alguna de las visitas veraniegas a la familia de mi madre) hasta que lo leí con profundidad tras su fallecimiento (la lectura de 2666 se convirtió en una maratón disparatada entre Antonio Ramírez y yo).

¡Cuán diferentes son los pasillos de una librería con los pasillos de barro y tinto de verano de un cámping!

Después de unos años de lectura, considero a Bolaño un escritor lumpenproletario; más un emigrante que un exiliado (cambien la fotografía por la escritura en esta descripción de John Berger: «Un amigo vino a verme en un sueño. Desde muy lejos. Y pregunté en el sueño: ¿Viniste en fotografía o en tren?. Toda fotografía es un medio de transporte y la expresión de una ausencia». Un emigrante que traspasó una frontera para metamorfosearse en escritor de ausencias. ¿Cómo realiza ese periplo?

El atracador de libros

Su épica autodidaxia se cita en las calles de Ciudad de México, en los robos de libros en varias librerías legendarias de la ciudad: La Librería de Cristal y la Librería del Sótano.

«Los libros que más recuerdo son los que robé en México DF, entre los dieciséis y los diecinueve años (…) En México había una librería extraordinaria. Se llamaba Librería de Cristal y estaba en Alameda. Sus paredes, incluso el techo, eran de vídrio. Vídrio y vigas de hierro. Examinada desde fuera, parecía imposible poder robar un libro allí. (…) Pero fue una novela la que me sacó y me volvió a meter en el infierno. Esta novela es la caída de Camus (…) un libro difícil de sustraer y que no supe si ocultar bajo la axila o en la espalda, pues no se amoldaba a mi espalda de estudiante cimarrero, y que al final saqué a vista y paciencia de todos los empleados de la Librería de Cristal, que es una de las mejores formas de robar y que había aprendido en un cuento de Edgar Allan Poe. A partir de entonces, de aquella sustracción y de aquella lectura, pasé de ser un lector prudente a un lector voraz, y de ladrón de libros me convertí en atracador de libros«.

Las palabras de nuestro Arsène Lupin adolescente, cosechadas del artículo ¿Quién es el valiente?, nos remiten a una librería fundada por un exiliado republicano originario de Málaga, don Rafael Giménez Siles. Llegado en 1939, fundó la distribuidora EDIAPSA, Edición y Distribución Iberoamericana de Publicaciones, e inmediatamente abrió su primer establecimiento, La Librería Juárez, para cerrarlo un año más tarde e inaugurar su primera Librería de Cristal, directamente inspirada en el Palacio de Cristal del Parque del Retiro, donde el licenciado Giménez había organizado una Feria de Libro. Incrustó su proyecto libreril en la Pérgola Ángela Peralta del Parque de la Alameda: cuarenta metros de escaparate, altavoces que emitían música en el exterior, varios pisos con cuatro departamentos (Librería general, técnica, infantil y saldos), una sala de exposiciones y un café literario, el Café de Cristal. Fue la primera librería de México que estableció un contacto directo entre el comprador y el libro al suprimir el mostrador y reducir la figura del vendedor a la categoría de cajero. Solía cerrar sus puertas después de medianoche. ¿No es sorprendente qué algunas de las características de las cadenas libreras tengan sus orígenes en el exilio?

Este espacio, protagonista del cuento El gusano,  fue catalogado por el New York Times como la librería más bella del mundo. En 1967 contaba con diez sucursales que, en su mayoría, sobreviven en nuestros días. Pero debido a las obras del metro de la ciudad, la Librería de Cristal fue demolida. Corría el año 1973. No creo que la coincidencia de fechas, la vuelta de Bolaño a Chile y el Golpe de Estado de Pinochet, fuera una mera coincidencia. Recordemos que nos encontramos ante las  librerías novelescas de Roberto Bolaño.

«Contra todas las predicciones, mi carrera de atracador de libros fue larga y provechosa, pero un día me atraparon. Por suerte no fue en la Librería de Cristal sino en la Librería del Sótano, que está o estaba enfrente de la Alameda, en la avenida Juárez, y que como su nombre indica era un sótano de proporciones considerables en donde se amontonaban relucientes las últimas novedades llegadas de Buenos Aires o de Barcelona. Mi detención fue ignominiosa. Parecía como  los samuráis de la librería hubieran puesto precio a mi cabeza. Amenazaron con expulsarme del país, con propinarme una madriza en el sótano de la Librería del Sótano, lo que a mi me sonó como si aquellos neofilósofos hablaran entre ellos de la destrucción de la destrucción, y al final, tras una larga deliberación, me dejaron en libertad no sin antes apropiarse de todos los libros que yo llevaba, entre los que estaba La Caída, ninguno de los cuales había robado allí».

Bolaño nos describe el germen de otra famosa cadena de librerías mexicanas (Leí un artículo en que un periodista mexicano se quejaba de su desatendidanueva atención al cliente). La Librería El Sótano nació en 1952, un año antes que el propio Bolaño, de la mano de los hermanos Gerardo y Manuel López Gallo, éste último periodista y autor de un premonitorio volúmen dedicado a la violencia en la historia de México. Habían decidido formar una sociedad para la venta de libros a bajo coste.  La librería resurgió de sus escombros un año después de haber sido destruida por el terremoto que asoló Ciudad de México en 1985. En la actualidad es conocida como la sucursal de Alameda de una cadena de librerías especializadas en la venta de libros, música y cine.

Es curioso como se encadenan las buenas librerías.

«Poco después me marché a Chile«, concluye Bolaño a su primera estancia en México, como los atracadores de bancos que viajan hasta un país sin bancos en busca de una muerte épica.

Continuará